El martes pasado, Aurelio Eduardo Rodríguez, que hasta el domingo trabajaba haciendo el mantenimiento de un hotel de Montañita, se sentó frente a frente con su padre, un hombre al que le dicen "Chelo", y lo miró directo a los ojos. Estaban en la sede judicial de Manglaralto, un pueblo próximo a Montañita, donde habían sido asesinadas las argentinas María José Coni y Marina Menegazzo, y el rostro de Rodríguez se había difundido por todos los medios de Ecuador y Argentina: junto a un vigilante comunal llamado Alberto Segundo Mina Ponce, había sido acusado de matarlas a golpes y puñaladas. "Soy su padre, dígame la verdad con toda honestidad", le dijo el visitante. "Si usted ha cometido tan tremendo atropello, usted tiene que pagar ante la Justicia". Rodríguez respondió rápido: "Papá, yo le juro ante mi Señor que no he cometido tal atropello".
"Vi completa sinceridad en él", dice el padre, un hombre humilde de bigote azabache, gesto serio y profunda fe. Es la noche del jueves, llueve un poco y, en su casa, él luce una musculosa sobre un pantalón arremangado que deja ver sus pies descalzos, morenos y pétreos. El piso es de cemento. Aquí, en la comuna de Río Chico -a unos quince kilómetros de Montañita- vive con su hijo y otros trece parientes, en una sucesión de tres ambientes amplios y cuadrados de ladrillo y concreto, cargados de bártulos de cocina y de sillas de plástico, que el padre construyó con sus conocimientos rudimentarios de albañilería hace 37 años, cuando nació el hijo. Mientras habla, el crimen aparece y desaparece en la televisión. La carretera que va de Guayaquil a Montañita pasa por delante de la puerta; al lado se alza una iglesia. Enfrente hay un playón con dos arcos de fútbol, invadido por escarabajos gordos. El barro parece cubrirlo todo y el verde de la naturaleza se ve aún de noche. "'Gracias, mi Señor', dije, 'por haberme mi hijo dicho esto'", sigue el padre. "Al día siguiente, en la fiscalía, el señor Mina confesó que él fue el causante del macabro asesinato, sosteniendo que se arrepentía por haber involucrado a mi hijo".
Río Chico es un pueblo de unos 400 habitantes que trabajan, en general, en Montañita: muchos creen que Rodríguez -que permanece detenido con prisión preventiva por haber llevado a las dos argentinas a la casa donde habría sido asesinadas y por haber sido señalado por Mina Ponce, en su segunda declaración, como uno de los dos asesinos- es inocente. Mientras el padre habla, un centenar de vecinos se ha reunido en el centro comunitario. Con un bingo juntan dinero para pagarle un abogado.
El primer defensor le había pedido a la familia 4000 dólares y exigía que el 50 por ciento le fuera pagado el miércoles a la una de la tarde, pero Rodríguez padre -que trabaja como albañil o cosechando sandía, cebolla, tomate o lo que sea- sólo había conseguido 500 dólares, un número equivalente al que su hijo ganaba en una quincena entera. "Quise vender mis tres vaquitas, pero nadie paga demasiado", dice. El padre luce cansado: cumplió 62 años el miércoles y, aunque sus vecinos planearon hacer una marcha a Montañita exigiendo la libertad de su hijo, él tuvo un día de dolor y desconcierto. "Estaba trabajando con mis vaquitas pero las dejé", dice. "Ando por ahí, viendo qué puedo hacer para poder sacar a mi hijo, buscando ayuda". En la tarde del jueves vio en el pueblo vecino de Libertad a unos cristianos, evangélicos como él, que más tarde le enviaron a dos abogados, también evangélicos, a su casa. "No me piden dinero alguno; les daré la potestad para el caso".
Su madre, que es la abuela del detenido y que también vive aquí, lo mira hablar con unos ojos pequeños y tristes. Asoman como dos perlas negras entre las arrugas de 86 años, enmarcadas con una larga trenza que es como una liana gris. Se llama Hilda Reyes, enviudó pronto y fue para sus hijos -asegura- como madre y padre. "¡Nunca hubo un caso así aquí: no se oía de nada, de ningún crimen, de nada, se lo juro por mi Señor!", dice con una vitalidad inesperada y una tonada aprendida en la América profunda. Luego vuelve a quedarse en silencio. Hoy, como todas las noches, prenderá una vela ante la Virgen y rezará hasta que el sueño la invada: "Me duele que lo hayan confundido a mi hijito siendo un muchacho bueno".
En Río Chico todos rezan por Rodríguez. Este acusado de asesinato aquí es más bien el padre de tres hijos y el hermano de cinco; el muchacho que comenzó a trabajar a los 12 años limpiando árboles con un cura, cuando su padre tuvo que hacer reposo por una hernia; el que apenas si terminó la primaria; el que salía a una bailanta, en un sitio llamado Atravesado, donde tenía una chica; el que a los 22 años se juntó con la que sería su esposa, a quien conoció en Bosque de Oro, un lugar lejano al que había llegado junto a su madre y a su padre para tomar un trabajo en una finca; el que dudó al principio de juntarse con esa futura mujer para no sufrir por amor ("Leticia se va a ir y yo voy a quedar gastado", le decía a su madre); el hombre que a los 38 años nunca había tenido ningún problema con la ley; el que, un buen día, se convirtió en el enemigo público número uno -o quizás, dos- de Ecuador.
"El se confió en que el señor [Mina Ponce] era guardia de seguridad de toda la comunidad", sigue el padre. Rodríguez declaró que fue él quien el lunes 22 de febrero le presentó a las dos chicas al vigilante comunal: señaló que ellas le dijeron que no tenían plata y que buscaban un sitio donde quedarse. "Creyó que iban a estar seguras con esa persona", sigue el padre. "Cuando me subo a la buseta, yo llevo siempre una moneda para darle a la gente minusválida que pide, y eso mismo han aprendido mis hijos. Según le pidió esa persona, mi hijo llevó a las chicas hasta la casa donde pasó el caso y allá las dejó, sin esperar nada malo". Rodríguez regresó a la una de la madrugada, saludó a su esposa y se acostó a dormir. Al día siguiente, ella le preparó su desayuno de arroz con pollo. No notó nada raro en él.
El domingo 28, las dos argentinas fueron halladas muertas. "Han encontrado una chica muerta", le dijo Rodríguez a su madre, en esta casa, con parsimonia. "¿Sabe por qué le dicen el tal 'Rojo'?", dice ahora ella, Esmeralda Amada Rodríguez Florián. "Porque él, cuando comenzó a trabajar en el hotel de Montañita, todos los días llevaba un bucito rojo, que después le daba a lavar a la esposa porque por el sol fuerte lo traía sucio. Un compañero le puso entonces 'el Rojo', porque mi hijito llevaba todos los días ese bucito rojo". "Mami, han encontrado otra muerta", le dijo poco después. Rodríguez pasó ese día -que tenía libre de trabajo- recorriendo Montañita junto a su mujer y a sus tres hijos, cerca del mar, y a la noche, cuando se estacionaron dos coches frente a la puerta y bajaron seis policías de civil que preguntaron por "un hombre al que le dicen 'el Rojo'", dejó la televisión y los acompañó, obediente. Su esposa, una mujer desgarbada y fibrosa de 36 años llamada Leticia Moyano, los siguió en un taxi hasta Manglaralto. En la puerta de la pequeña sede judicial descubrió que él había quedado detenido.
En menos de una semana, Ponce Mina acusó y luego desligó a Rodríguez con dos declaraciones contradictorias. "Al final, dijo que había hablado con su mamá, y que ella le pidió que diga que él cometió el error solo", dice la madre de Rodríguez. "Creemos que fue todo un sueño, porque nadie lo visitó", agrega el padre. "Tenemos entendido que la mamá de él es muerta".
Mientras la animadora del bingo canta los números afuera, Pabla de la A Rodríguez, una de las hermanas del acusado, jura su inocencia. Dice que Rodríguez es tranquilo, honesto, trabajador, buen padre y buen hermano. "Nunca me agredió, nunca me tocó un pelo", dice. Desde que fue trasladado a Guayaquil -junto a Ponce Mina- nadie de Río Chico ha vuelto a hablar con él. "¡No sabemos dónde está: la Justicia se lo ha llevado!", dice ella, rodeada de varios vecinos en el medio de la noche. Ponce Mina, a diferencia de Rodríguez, no tiene quién lo defienda públicamente. "La gente está con nosotros porque lo ha visto crecer a desde que era un niño", dice la hermana. "Nosotros somos humildes y vivimos en un pueblo donde la gente es caritativa, y quizás por eso él se encuentre involucrado en esto: mi hermano confió en una persona porque se suponía que estaba brindando seguridad. Si pudiéramos hablar con las familias de las dos chicas argentinas, quisiéramos decirles estas cosas. No perderíamos la oportunidad".
Fuente: La Nación