
Al final de la misa jubilar dedicada a los enfermos y al mundo sanitario, celebrada en la Plaza de San Pedro ante unos 20.000 peregrinos, el Papa Francisco apareció brevemente, en silla de ruedas y acompañado por su enfermero personal. Se dirigió al altar tras la bendición final y pronunció un escueto saludo: «¡Feliz domingo a todos, muchas gracias!»
El pontífice, convaleciente en la Casa Santa Marta, no participó de forma activa en la ceremonia, pero estuvo unido a los fieles a través de la transmisión televisiva. Así lo indicó el arzobispo Rino Fisichella, proprefecto del Dicasterio para la Evangelización, encargado de leer la homilía papal.
En su mensaje, Francisco compartió su vivencia de la enfermedad: la fragilidad, la dependencia, la necesidad de apoyo. Habló de la enfermedad como una escuela en la que se aprende a amar y dejarse amar, sin exigencias ni desesperación, abiertos a lo que está por venir.
Fisichella destacó la presencia del Papa a «pocos metros», y leyó un pasaje donde se recuerda que también en la habitación de hospital puede escucharse la voz de Dios: “Yo estoy por hacer algo nuevo: ya está germinando, ¿no se dan cuenta?”
Durante la celebración del quinto domingo de Cuaresma, la homilía aludió al texto de Isaías, cuando el pueblo de Israel, en el exilio de Babilonia, pierde todo punto de referencia. Jerusalén está destruida, pero el Señor promete algo nuevo: un pueblo que ha aprendido a caminar unido y a centrarse en lo esencial.
La reflexión se conectó también con el Evangelio de Juan y el episodio de la mujer adúltera. Según Francisco, también ella vive una forma de exilio, esta vez moral, y es justamente allí donde Jesús irrumpe para defenderla, liberarla y darle la oportunidad de comenzar de nuevo.
Con lágrimas y emoción visible, muchos de los presentes —personas enfermas, en sillas de ruedas, médicos, voluntarios— recibieron las palabras del Papa como consuelo y guía.
Fuente: Aica