Los periodistas, frente a las nubes más oscuras

Las guerras suelen ser laboratorios de comunicación porque en pocas situaciones la creatividad es más fértil que cuando luchamos a muerte, en forma colectiva, entre nosotros.

Ahora la guerra moderna se expande en muchos sentidos: ya hay fuerzas aéreas del espacio, entre otras cosas, para la destrucción de satélites enemigos desde los que se controla gran parte del combate aéreo, naval y terrestre; Rusia Today y Sputnik son “la boca universal” de Putin, como decían los pensadores de la Escuela de Frankfurt sobre Hitler y su uso de la radio; Ucrania organizó en pocas horas un ejército IT en todo el mundo para defenderse de Rusia; este es un conflicto donde están ocurriendo cosas por primera vez.

La mutación siempre fue constante. Ya decía Sun Tzu hace más de veinte siglos en El arte de la guerra que “la victoria en la guerra no es repetitiva, adapta sus formas continuamente”.

Y un periodista es también un arma. Hace más de un siglo y medio la guerra de Crimea fue quizás la primera donde un periodista dio una lección histórica sobre comunicación. Howard Russell, corresponsal de The Times de Londres, viajó a la península para informar sobre esa guerra de Inglaterra y Francia en defensa de Turquía contra Rusia, lo que tiene algo de déjà vu con el conflicto actual. El periodista inglés se separó de la narrativa de sus generales, quienes analizaban todo como un partido de ajedrez, y se acercó a la vivencia de los soldados en la batalla. Russell puso su foco en el dolor humano, los muertos, los heridos, la logística prevista para atenderlos, y eso impactó a la opinión inglesa, moviendo la lupa pública desde la geopolítica a los cuerpos sufrientes.

Las presiones políticas llegaron a The Times, por lo que su director, John Delane, viajó a Crimea y confirmó lo que su corresponsal decía. El creciente poder de la prensa impidió frenar el acceso de los periodistas, y eso fue fatal para el gobierno, que terminó cayendo. Era quizás la primera vez que el escrutinio de la prensa se expandía a un campo de batalla.

Lo mismo ocurrió cuando el principal periodista de la CBS viajó a Vietnam en 1968 para observar en el terreno la situación de la guerra. Llegó Walter Cronkite, observó y escuchó, contó a su inmensa audiencia lo que vio, y el presidente de Estados Unidos que lideraba esa guerra, Lyndon Johnson, decidió no presentarse a la reelección.

“Hemos sido decepcionados con demasiada frecuencia por el optimismo de los líderes americanos como para tener fe por más tiempo en los revestimientos de plata que encuentran en las nubes más oscuras”, dijo Cronkite a su audiencia. El equilibrio que sostenía la guerra fue roto por un periodista creíble en un debate democrático. Igual que en Crimea un siglo antes.

Todo periodista al informar sobre la guerra enfrenta esas nubes oscuras de las que hablaba Cronkite. En general, en la contienda elegimos nuestro lado, y la objetividad no suele importar tanto como la victoria. Sin embargo, los periodistas que trabajan para la paz duradera son los que, como canta Joni Mitchell, dicen “he visto a las nubes desde ambos lados”; por más difícil que eso sea, como demuestran las frecuentes acusaciones de traición contra los periodistas ingleses en Crimea y los estadounidenses en Vietnam.

A veces la opinión de los medios empuja a la guerra. En Crimea, en un primer momento los periodistas habían considerado que la intervención inglesa podía ser eficaz y apoyaron al gobierno. La prensa de Buenos Aires fue una presión importante para que el presidente Bartolomé Mitre resolviera entrar en una guerra que quería evitar contra Paraguay en 1864, a la que un gran biógrafo de Mitre, Eduardo Míguez, llamó “una guerra difícil de entender”, y que fue una masacre. En el Paraguay autocrático de Francisco Solano López, al contrario, una vez empezado el combate la prensa pasó de tener un solo periódico a un ramillete de periódicos de trinchera para inflamar el espíritu guerrero.

También la poderosa prensa popular de Nueva York empujó la intervención estadounidense en la guerra de los rebeldes cubanos contra el imperio español en 1898. Y la prensa popular de los países europeos fogoneó el ingreso de sus respectivos países en la Primera Guerra Mundial, otra guerra difícil de entender que inició una matanza como nunca se había visto.

Más cercano, en el informe Rattenbach sobre la Guerra de las Malvinas los expertos militares concluyeron que la prensa fue un factor que limitó el margen de negociación de la dictadura para abrir otras alternativas a la continuación de la guerra, como se había planificado en el inicio: “los medios de comunicación, por su efecto multiplicador y por la calidad de la evaluación realizada sobre las posibles consecuencias de la medida adoptada, contribuyeron a una pérdida generalizada de la objetividad. Ante esta euforia nacional, el gobierno vio disminuida su capacidad de analizar reflexivamente la realidad, lo cual habría de tener, más adelante, un peso considerable en el desarrollo de las negociaciones”.

Con cierta frivolidad hay periodistas que incitan a la guerra con más entusiasmo que los militares. Y ahí hay cierto populismo periodístico dado que, si bien los pueblos festejan la paz, antes braman en las declaraciones de guerra.

Desde de que Putin invadió Ucrania los líderes de la Unión Europea hacen malabares con las palabras para explicar a sus periodistas por qué no mandan todo lo que los ucranianos piden. Pero la escalada del conflicto que eso motivaría es obvia.

El acto de Putin fue vandálico, para usar la expresión del corresponsal de Crítica en la Guerra del Chaco, Raúl González Tuñón, quien aclaraba que sus crónicas “no han sido escritas para exaltar la guerra, que es siempre un asesinato”.

“Mucho sol, mucho polvo, mucha guerra, heridos, prisioneros, pertrechos abandonados, manchas de sangre, pastos quemados, rostros barbudos y pálidos y una risa de soldados que, en el fondo, es sombría. La risa roja de la guerra”, escribió González Tuñón, según la investigadora Laura Juárez. Y más adelante escribió el periodista y poeta: “Aquí, allá, entre la maleza, caídos, agarrados a los árboles, bajos, con medio cuerpo fuera de los hoyos, de espalda, de frente, retorcidos, extendidos, con los brazos abiertos, en actividades grotescas, los muertos, los muertos… Muertos que hablan. Muertos que maldicen la guerra y a los hombres. Muertos que proclaman el asco y la injusticia de la guerra”.

Hoy la historia nos devuelve al mundo de Crimea, y es obvia la importancia de la batalla informativa. Sabemos que el poder militar ruso frente al poder blando ucraniano hace que Putin gane las batallas, pero no la guerra. Y no es lo mismo batalla ganada que guerra terminada, como lo han demostrado tanto Vietnam como Afganistán. Una sucesión interminable de victorias en el terreno no evita la derrota final, dado que en las guerras la voluntad ha probado que puede ser más fuerte que las armas.

Por eso, desde el punto de vista comunicativo, las guerras largas complican a las grandes potencias. Si Putin prolonga su ocupación le será más difícil frenar los cuestionamientos internos, por más autocracia que sea. La condición para eso es que Ucrania sostenga la visibilidad mundial del conflicto. Ese es uno de sus principales flancos para pelear contra los vándalos del Kremlin.

Profesor de Periodismo y Democracia de la Universidad Austral

Por Fernando J. Ruiz 

Fuente: lanacion.com